martes, 23 de febrero de 2010

sábado, 13 de febrero de 2010

la semana del carnaval o si no puedes con el enemigo...

Esta semana ha sido carnaval en la guardería, lo que quiere decir que los adultos se han pegado cinco días tocándome las narices.

El lunes salí con una pajarita de colores colgada del cuello.

El martes, con un antifaz que me tapaba un ojo y parte del otro.

Ayer, con una careta de gato y media cara embadurnada de negro por lo que habían sido unos bigotes y un hocico.



Se nota que me encantó la experiencia, ¿verdad?

Pero lo peor ha sido lo de hoy... o lo mejor, aún no lo sé.

En la guardería propusieron a los padres llevar hoy a sus hijos disfrazados. No era una obligación, podrían haber decidido dejarme en paz y llevarme en chándal como todos los días, pero entonces habrían quedado como los padres antipáticos que privan a su hijo de la diversión de los disfraces. Obviamente ha tenido que ser por evitar esto por lo que me han hecho pasar por este trance, y no por evitar que yo fuera el único niño sin disfraz de la guardería porque, como comprenderéis, con 16 meses aún no tenemos ninguno conocimiento suficiente como para poder valorar eso.

Todo comenzó el miércoles, cuando me compraron un gorro negro de cucurucho decorado con una estrella y una luna doradas. Nada más verlo, me eché a llorar. Mis padres, empeñados en que tenía que ponérmelo, no hacían más que colocármelo en la cabeza repitiéndome lo bonito que era y lo guapo que estaba con él. Y yo, cada vez que lo veía, huía entre gimoteos. El gorro se ha pegado dos días en la mesa del salón, ahí plantado, salvo los momentos en los que se lo ponían mi madre o mi padre, que se iban turnando, con el fin de que me fuera acostumbrando a él.

Pero el odiado gorro era sólo la punta del iceberg, una pequeña parte de lo que me esperaba. El jueves por la noche, mis padres se pusieron mano a mano a dibujar, recortar y pegar estrellas doradas sobre una bolsa de basura negra a la que mi madre le había hecho tres agujeros, para cabeza y brazos respectivamente. El objetivo: un disfraz de mago. Decidieron hacerlo el jueves a última hora porque el viernes hacía una semana desde que me pusieron la última vacuna, y supuestamente era el plazo en el que podía caer enfermo. Como en Navidad mi madre me hizo un disfraz de estrella y casi no me lo pudo poner por el mismo motivo, esta vez prefirió curarse en salud y no trabajar en balde antes de tiempo. Por mi parte, más me valdría haberme puesto medio malo, porque no conseguí en ninguna de las dos ocasiones librarme del tormento del disfraz y el viernes me plantaron la bolsa de basura, el gorro y una varita nada más sacarme de la cuna.

Cuando mi madre me recogió de la guardería, la bolsa de basura estaba hecha un guiñapo, tres cuartas partes de las estrellas estaban dobladas o habían desaparecido (los otros niños se divirtieron mucho arrancándomelas de la espalda) y la varita media la mitad. Eso sí, el gorro estaba intacto. Mi madre, viendo mi aspecto, no pudo evitar echarse a reír. En ese momento, yo creo que por fin se apiadó de mí y se dispuso a quitarme el gorro para entrar en el coche. Pero entonces yo no quise. Fue echarle mano y ponerme a protestar. Ni hablar de quitarme el cucurucho. ¡Ahora que le había cogido el gusto!

Así que terminé comiendo, durmiendo la siesta y merendando con el gorro puesto. Entonces, por fin, mandaba yo.