Alguna vez tenía que pasar. Llevo jugando al límite media vida y antes o después me tenía que tocar mi primera herida gorda: seis puntos de sutura, ni más ni menos.
La faena es que, con la de cosas arriesgadas que he hecho, he tenido que hacerme la herida del modo más tonto: carrera, tropezón y choque.
El susto gordo se lo llevó mi yaya Azu, que era quien estaba conmigo y con mi hermano en el parque el día de autos (31 de enero). Mi papá estaba trabajando y mi madre, por una vez en su vida, de viaje en Madrid. Ya es casualidad.
Mi pobre yaya tuvo que coger un taxi a toda prisa para llevarme a Urgencias mientras yo sangraba y lloraba desconsolado y mi hermano Mateo no sabía muy bien qué es lo que iba a pasar. Cuenta mi abuela que cuando me metieron en el quirófano para coserme (mi padre ya había llegado), yo llamé a toda la familia y mi hermano sólo pedía que le aseguraran que no iban a dejarme allí.
Después, cuando me vio con el zurcido, algo que él asocia a criaturas terroríficas, empezó a gritar asustado: "¡se va a convertir en un monstruo!, ¡va a ser un monstruo!". Menos mal que mamá, cuando llegó a casa, le enseñó las cicatrices que tiene desde pequeñita, y que apenas se le notan, y se quedó más tranquilo (aunque ya lo estaba).
Mi mamá estaba un poco preocupada porque se me quedara mucha cicatriz y mi yaya Nieves hasta preguntó si me iban a hacer cirugía estética (anda, la abuela...) pero ya me han quitado los puntos y casi ni se me nota. Y yo, ni me acuerdo. Vuelvo a vivir al límite.
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