miércoles, 25 de noviembre de 2009

la peluquería

Hoy, casi catorce meses después de nacer, mis padres se han dignado por fin a llevarme a que alguien con experiencia me corte el pelo. Y puntualizo lo de "alguien con experiencia" porque el pelo ya me lo había intentado apañar mínimamente mi madre hace unos meses, dejándome como un monje franciscano, casi sin patillas y con la nuca cortada casi con tiralíneas. Fíjate tú lo que son las cosas que mis abuelas han creído verme con el pelo más corto igual tres o cuatro veces hasta hoy y, sin embargo, nunca se percataron de semejante chapuza.

Después de recogerme de la guardería, mi madre me ha llevado a la peluquería que hay enfrente. La peluquera, muy simpática, me ha cubierto con una capa amarilla decorada con perritos, ha colocado un alza en uno de los sillones y me ha sentado ahí dispuesta a arreglar mis greñas. He tardado aproximadamente unos dos segundos en echarme a llorar, girarme, ponerme de rodillas sobre el alza e intentar bajarme de allí. Yo creo que mi mamá ya se pensaba que nos íbamos a ir igual que como habíamos venido, pero no. Cuando me ha cogido en brazos me he calmado y he empezado a entretenerme observando lo que había alrededor: espejos, unas estrellitas en el techo que se encendían y se apagaban... A lo que me he querido dar cuenta ya me habían engañado y mi pelo ya estaba apañado. Mi madre ha tenido que aguantarme en brazos durante el proceso y se ha llenado de pelos pero, oye, quien algo quiere... Ahora la verdad es que estoy mucho más guapo y va a ser más fácil peinarme por la mañana, que entre las greñas que llevaba y el remolino del cogote, salía de casa hecho un Adán. Capilarmente hablando, claro.

Ahora habrá que ver si la próxima vez que me toque cortarme el pelo me porto mejor. De momento, ya sabemos que tiene que ser un lunes, un martes o un miércoles, que es cuando cortar el pelo a los niños cuesta 4 euros. El resto de los días cuesta 12, que ya vale para cuatro pelos que tenemos y el disgusto que nos llevamos, ¿no?

martes, 17 de noviembre de 2009

en bici con papá

Desde que nací, o incluso desde antes, mi papá tenía la ilusión de llevarme en bici. Si por él hubiera sido, a los cuatro meses ya me habría plantado en la silla y se me habría llevado por ahí. Menos mal que mi madre, que tiene algo más de talento para ciertas cosas, ha podido retener esa inquietud hasta ahora. No es que mi padre sea especialmente aficionado a la bicicleta (aunque bastante más que mi madre), sino que le parecía un modo estupendo de desplazarse conmigo: sin tener que empujar nada y más rápido que andando. Pero, claro, no contaba con que también suponía cargar con un paquete de 11 kilos "a las piernas". Total, que el otro día mi madre por fin compró una silla para mí y mi padre pudo cumplir su ilusión.

Me plantaron un casco con el dibujo de una rana (un casco regulable, para que mi cabeza pueda ajustarse sin problemas), me sentaron en la silla de la bici y mi padre comenzó a pedalear. Iba a llevarme a dar un paseo por el barrio, al parque, a montar en los columpios, a comprar el pan. Un plan estupendo para un sábado por la mañana. Sin embargo, no contó con que en eso de los medios de transporte he salido a mi madre, así que a los dos minutos yo ya estaba dormido como un tronco y ni columpios ni nada. Directamente a por el pan. Tampoco era plan de estar dejándose las piernas, el pobre, para que yo no me echara un sueñecito ¿no?

el sueño

No suele ocurrir. Bueno, realmente no ha ocurrido jamás. Sin embargo, el otro día estuvo a punto de suceder. Estuve a punto de quedarme dormido en el sitio. A punto, sólo, porque en cuanto me di cuenta de que el sueño estaba pudiendo conmigo, reaccioné. ¡Ja! Al menos le di tiempo a mi mamá de sacarme una foto.

domingo, 1 de noviembre de 2009

el yayo cochino

"¿Qué hace el yayo cochino?", me preguntan mis papás. Y, entonces, yo hago esto...

las ferias

Aprovechando las fiestas del Pilar, mis padres decidieron que sería buena idea llevarme a las ferias. Que con tantas lucecicas me iban a encantar. Que iba a pasármelo pipa montado en el carrusel. Así que me plantaron un cachirulo y allá que nos fuimos probablemente el día que más gente había tenido la misma idea, el sábado víspera del Pilar y a eso de las ocho de la tarde, para más inri.

Obviamente, no me gustó la experiencia en absoluto. Gente y más gente, un volumen de música atronador que variaba la melodía a cada paso y frío, además. Creo que por primera vez mis padres se dieron cuenta del follón que es eso. Claro, a lo que quisieron montarme en el carrusel yo estaba ya espantado y lo único que quería era salir de allí. Mi padre lo intentó varias veces, pero nada. Era subirme al caballito y echarme a llorar. La ficha verde (que costaba 2,50 euros, además) nos la quedamos de recuerdo. Me da a mí que el próximo año lo volverán a intentar.


la guardería y mi desarrollo como bebé


Esta foto corresponde a mi primer día de guardería, cuando aún no sabía lo que me esperaba. Reconozco que llevo un mes yendo y aún no le he cogido muy bien el punto a toda esta historia. No sólo porque todavía me quedo llorando cada vez que me dejan allí por la mañana (aunque cada día lo hago con menor intensidad; poco a poco aumenta la resignación), sino porque se supone que esa iba a ser la solución para que mi madre pudiera trabajar por las mañanas y, desde que voy, resulta que he estado más en casa que en la guardería.

Empecé un lunes y el martes por la noche ya estaba vomitando. Resultado: una semana sin acudir. Cuando me reincorporé, llegaron las fiestas del Pilar. Total, otros tres días sin aparecer por allí. Después duré una semana y otra vez caí, esta vez con un catarrazo de los gordos que he contagiado a mi abuelo, a mis dos abuelas, a mi padre y a mi madre, que ha sido la última en caer. Vamos, que he hecho pleno familiar con esta carita de bueno que tengo.

Mi maestra se llama Mariángeles y es muy simpática. Me ha enseñado donde está la nariz y donde está la oreja, aunque aún me hago un lío y a veces señalo las dos cosas en el mismo sitio. Además, mis papás me enseñaron a que me metiera el dedo en la nariz cuando me preguntaban "¿Qué hace el yayo cochino?" (he estado resistiéndome mucho tiempo a aprender estas cosas de mono de feria, pero alguna muestra tengo que darles de que mi desarrollo intelectual es el correcto), y cuando me preguntan dónde tengo la nariz me meto el dedo directamente porque me hace mucha gracia que mi mamá me lo quite de un suave manotazo diciéndome "¡Cochino!". Claro, que eso es algo sólo entre mi mamá y yo y el resto de espectadores, ingenuos al respecto, insite en decirme que la nariz está fuera del agujero.

También están insitiendo mucho en la guardería en que camine. Mis papás y mis yayos llevan ya un tiempo obligándome a esforzarme en ese aspecto, pero yo me resisto. Si voy de la mano o apoyado en algo aún me muevo de aquí para allá, pero en cuanto me sueltan me siento en el suelo y retomo el gateo. Yo no sé porqué insisten tanto, si cuando me suelte van a acabar harticos de perseguirme por ahí. Están tirando piedras contra su propio tejado pero, claro, son de esas piedras que hacen ilusion.

En dos o tres días ya me habré recuperado del catarro y supongo que mis padres volverán a llevarme a la guardería. Ahora que ya me había acostumbrado a estar en casita otra vez, vuelta a empezar con el disgusto cada mañana. Si cuando digo que ser bebé es duro...